Por un tiempo asumimos que las contradicciones eran
insalvables y nos entregamos a ellas, danzando por separado en nuestros mundos,
unidos por un exacto eje de simetría que dibujaban aquellos días, esas noches.
Así fue que ignoramos la potencia del veneno que esas contradicciones liberaban
despacio y en silencio. Es claro ahora para mí que el mundo no admite simetrías
que reduzcan, que conviertan lo complejo en simple, que amolden el caos y lo
conviertan en un cosmos agradable, que encaucen las fuerzas destructivas de la
chance y el azar. Ahora resulta claro que, antes o después, en un último acto
de simetría, uno de los dos, cualquiera de los dos, habría de desafiar esa
correspondencia invariable, rindiéndose al impulso natural de comprobar la
armonía por el arbitrario ejercicio de una disonancia. Así debía ser. Así fue.
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